Los periodistas mexicanos han enfrentado hackeos en sus teléfonos, amenazas de muerte, golpizas, torturas y, en una ocasión, ataques con granadas en su redacción. Se enfrentan a estos peligros en parte porque las autoridades, cuyo trabajo es protegerlos, en muchos casos han estado infiltradas por los cárteles desde hace mucho tiempo: por ejemplo, Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública de México, fue sentenciado en Estados Unidos este año por aceptar millones de dólares en sobornos del Cártel de Sinaloa a principios de la década de 2000, cuando era director de la Agencia Federal de Investigación, el equivalente mexicano del FBI. Y en 2014, agentes de la policía en la ciudad rural de Iguala secuestraron a 43 estudiantes en autobuses que se dirigían a una marcha en Ciudad de México y se los entregaron a un cártel de drogas que había asumido por error que formaban parte de un ataque de un rival. Este año, la revelación de varios mensajes de texto mostró que casi todas las ramas del gobierno en la región —incluidos soldados, la policía y un alcalde local— se comunicaban con el cártel, el cual asesinó a los estudiantes e incineró algunos de ellos en un crematorio.
Incapaz de proteger a los periodistas en donde trabajaban, México recurrió a esconderlos en casas refugios por todo el país. Tras años de involucrarse cada vez más con grupos criminales, el gobierno mexicano está en cierto sentido en una batalla contra sí mismo, con caso tras caso en los que el gobierno está, o al menos parece estar, tan involucrado en el crimen como en el castigo. A veces la conexión es clara. En 2017, Miroslava Breach Velducea, una periodista en el estado norteño de Chihuahua, fue asesinada a tiros por un cártel de drogas tras haber pasado años reportando e informando sobre grupos criminales y corrupción. Hugo Amed Schultz Alcaraz, un exalcalde sobre el que Breach había escrito, admitió luego haber facilitado grabaciones de la periodista a miembros del cártel que la asesinó y fue sentenciado a ocho años de prisión por su participación en su muerte.
Pero las preocupaciones sobre la complicidad del gobierno suelen ser ignoradas. En 2014, Rubén Espinosa, un fotógrafo de 31 años, comenzó a recibir amenazas luego que de la revista Proceso publicara una fotografía que Espinosa había tomado de Javier Duarte de Ochoa, en ese momento gobernador del estado de Veracruz, en un artículo que proclamaba a la entidad como un “estado sin ley”. En 2015, tras huir de Veracruz, Espinosa fue asesinado a disparos junto a otras cuatro personas en un apartamento en Ciudad de México. Al menos 17 periodistas de Veracruz fueron asesinados mientras Duarte ocupó el cargo, un récord macabro. El exgobernador está actualmente en prisión por cargos relacionados con asociación delictuosa y lavado de dinero, pero nunca ha sido acusado en relación con alguno de los asesinatos. De 105 investigaciones de asesinatos de periodistas en México desde 2010, solo seis han culminado en sentencias por homicidio, según Human Rights Watch.
Lejos de defender a los periodistas, algunas de las autoridades más prominentes del país se han puesto en su contra. En 2021, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, agregó un nuevo segmento semanal en su conferencia de prensa matutina llamado “Quién es quién en las mentiras”. En diciembre, el presidente puso en la mira a tres periodistas, incluido Ciro Gómez Leyva, un conocido presentador de televisión, al afirmar que “si los escucha uno mucho, hasta le puede salir a uno un tumor en el cerebro”. Al día siguiente, Gómez Leyva iba manejando hacia su casa tras salir de su programa cuando dos hombres en una moto comenzaron a dispararle a su auto. El presentador sobrevivió solo porque su coche estaba equipado con ventanas antibalas.
Armando Linares sabía que investigar al gobierno local podría ser riesgoso en muchos niveles. En su anterior trabajo, en un periódico de publicación diaria llamado El Despertar, había pasado meses investigando vínculos entre la fiscalía del estado y los cárteles de la droga que debía supuestamente erradicar. Sus colegas le habían advertido que el periódico dependía de los anuncios publicitarios del gobierno local. Poco después, en efecto, el fiscal general del estado convocó una reunión con el dueño del periódico para que cesaran los reportajes. Cuando Linares se enteró de la reunión, confrontó al dueño y poco después se fue del diario, según me dijeron varios de sus colegas, aunque no se sabe con certeza si fue despedido o si renunció a modo de protesta.